“Allá había una iglesia […] Entré
a pedir las tres gracias, como me había enseñado mi madre. Pandequeso, que me
librara Dios del fuego eterno…En el altar estaban haciendo unas reparaciones.
Los albañiles charlaban recios y fumaban. Todo al pie del Santísimo Sacramento.
[…] Logre hablar con el párroco y le exprese todo mi dolor. Muy tranquilo me
dio una palmada en el hombro y me dijo:- ‘Bueno, bonito les llamaré la atención’.
Volví al templo. Seguían aquellos hombres en su profanación, y el cura no apareció…”