(…)
De entre eses relatos elijo, sabiendo que lo malogro, la
historia de cómo unos conocidos de Gancedo que llamaré prudentemente de Solano
y Copitas fueran a un velorio y lo que pasó en él.
A Solano le tocó acarrear el pésame en nombre de los
compañeros de oficina del difunto, changa que le abrumó al punto de buscar
apoyo moral en el mostrador de un bar donde ya estaba Copitas en abierta
demonstración de lo acertado del sobrenombre. A la sexta grapa Copitas condescendió
a acompañar a Solano para levantarle el ánimo, y cayeron al velorio en alto
grado de emoción etílica. Le tocó a Copitas entrar primero en la capilla
ardiente, y aunque en su vida había visto al muerto, se acercó el ataúd, lo
contempló recogido, y volviéndose a Solano le dijo con ese tono que sólo
suscitan y quizá oyen los finados:
- Está idéntico.
A Solano este le produjo un tal ataque de hilaridad que
sólo pudo disimularlo abrazándose estrechamente a Copitas, que a su vez lloraba
de risa, y así se quedaron tres minutos, sacudidos los hombros por terribles
estremecimientos, hasta que uno de los hermanos del difunto que conocía
vagamente a Solano se les acercó para consolarlos.
- Créanme, señores, que jamás me hubiera imaginado en que
la oficina lo querían tanto a Gancedo... Dijo… Como no iba casi nunca…
(La vuelta al día en ochenta mundos – Tomo I – Siglo Veintiuno
Editores. Buenos Aires: 1996)
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